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18 feb. 2013 16:53H
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* Ignacio Hernández Medrano es representante de residentes en Redfesma (Red de Comisiones de Docencia de Formación de Especialistas en Ciencias de la Salud de la Comunidad de Madrid)

1. Quienes defienden la sanidad pública desprecian la sanidad privada

No tenemos nada en contra del sector privado ni de la medicina privada. “La privada”, como se conoce en el gremio, es tan lícita como la pública, siempre que cumpla un requisito: que su desarrollo no se obtenga a costa de absorber medios desde la pública. Entendida como un elemento opcional, adecuado para quien desea un trato más personal o sencillamente tiene poca tolerancia a las esperas, es más que adecuada. Muchos de los médicos que se han manifestado tienen su privada y no hay nada de incoherente en ello, porque los medios con que los pacientes la financian son privados. Es más, bien entendida, desahoga al sistema y cumple un papel armonizador.

2. Quienes defienden la sanidad pública defienden también a sus gestores.

Estamos absolutamente convencidos de la ineficacia y la inoperancia de buena parte de los gestores públicos, así como de los políticos que los han elegido. Llevamos años avisando de la mala gestión –se ha venido a llamar mal gobierno clínico-, sin obtener respuesta. Estamos plenamente a favor de una profesionalización de los gestores, de su despolitización.

Estamos además completamente a favor de que el sector público fiche a los mejores gestores provenientes de empresas privadas y que así apliquen todo su saber obtenido del mundo privado. Se llama gerencialismo y hace años que los médicos lo demandamos., también sin respuesta. Sea como sea, no debemos olvidar que entre los 10 mejores hospitales de Estados Unidos no se encuentra ni uno que no sea público.

Se calcula que en tiempos de bonanza, incrementos de la inversión en sanidad superiores al 4 ó 5% no son necesarios, porque el retorno de en términos de salud es lento. Dicho de otra forma, no merece la pena invertir mucho en tecnología hoy y nada mañana, porque ésta se queda obsoleta rápidamente. Es mucho más inteligente invertir hoy la mitad y mañana la otra mitad, para estar siempre aceptablemente al día. Contra esta forma de pensar ha jugado un papel la enloquecida competición entre autonomías, que,  adoleciendo de inteligencia sanitaria, ha venido a vulnerar este principio de la Economía de la Salud.

3. La salud no es más esencial que otros bienes, sobre los que no se plantean estas cuestiones.

En efecto, la salud es un bien esencial a la existencia humana. Es más, desde que Nelson Mandela lo declaró, la ONU acepta que es un Derecho Humano. Sabemos que desvincularla del Estado aumenta el riesgo de asimetría en el acceso a la misma -ver el caso de Estados Unidos-. Por otro lado, la naturaleza de la salud hace que esté plagada de externalidades. Veamos qué significa esto con un ejemplo.

Si yo fumo en un bar donde hay otras personas, éstas contraerán cáncer. El coste de las terapias contra el cáncer es tan alto que ningún seguro privado los cubre. Sólo el aseguramiento social cubre este tipo de tratamientos. Cuando un fumador pasivo lo recibe, lo hace porque el resto de la sociedad ha contribuido en su compra. Si para evitarlo, ponemos en marcha una campaña anti tabaco en la televisión, ésta también la pagamos todos. Sin embargo, así se evita el cáncer de los fumadores pasivos. Así pues, cabe preguntarse quién debería pagar los tratamientos. ¿Los fumadores? ¿Sus familias? ¿Los que van al bar? Y las campañas, ¿quién debe asumirlas? ¿Estos mismos? ¿Todos? ¿Ninguno?
En resumen, se podría decir que la salud es un elemento colectivo sobre el que no cabe aplicar elementos económicos relativos a la oferta-demanda, a la libre adquisición de bienes, etc.

Así, otro ejemplo de externalidad sería el VIH. Si nadie estuviera infectado, nadie podría contagiarse. De ahí que pagar el enorme precio de los antivirales beneficia a todos, no sólo al que lo ha contraído. Por eso lo financiamos todos.

4. El mercado es capaz de proporcionar salud en cantidad y calidad suficientes, gracias a la disciplina que impone la competencia y al juicio implacable del consumidor

La competencia, entendida como el intento de generar una carrera entre centros que suministran salud, incurre en una seria paradoja. Veámosla.

Si un hospital situado en una zona determinada de la ciudad no es competitivo, ¿cuál debe ser el comportamiento de los gestores? ¿Cerrarlo acaso? Entonces cabría preguntarse dónde irían los usuarios de ese hospital. Frente a la idea de que se desplazaran a otro hospital se impone la realidad de que los centros hospitalarios no pueden estar más allá de una distancia determinada, por razones obvias.

Dicho de otro modo, generar un ficticio sistema de mercado entre hospitales ha resultado un fracaso en las ocasiones en las que se ha intentado, porque su naturaleza exige que, ante una bancarrota, haya que rescatarlos una y otra vez para que puedan seguir ofreciendo su imprescindible servicio –ver el caso del Hospital de Alzira, tres veces rescatado con dinero público-.

En cuanto al implacable juicio del consumidor es necesario reflexionar sobre el hecho de que un paciente que no sea médico no es capaz de juzgar apropiadamente si la atención médica que recibe es adecuada en cuanto a lo verdaderamente cardinal; esto es, pruebas y tratamientos. Así, cuando se realiza una encuesta de satisfacción en un hospital, el paciente valora si en la habitación había pantalla plana o si la enfermera era amable. Costes éstos, marginales, insignificantes al lado de lo que cuesta todo aquello que sí importa y que nadie, salvo el profesional sanitario, puede apreciar.

Sea como sea, sabemos que es prioritario eliminar bolsas de ineficiencia. Los médicos conocemos muchas y hemos ofrecido nuestra ayuda gratuita a los gestores a la hora de establecer los medios para hacerlo, con escasa capacidad de influencia hasta el momento.

5. El Estado intenta monopolizar la salud por su propio interés.

La experiencia de Canadá y Estados Unidos es muy ilustrativa en este sentido. Parten hace 40 años de los mimos niveles de salud, ambos sin un sistema sanitario público. A día de hoy, Canadá, quien puso entonces su sistema público a funcionar, cuenta con resultados en indicadores de  salud incomparablemente superiores a los de Estados Unidos. En esa misma línea, el gasto en sanidad –en relación al PIB- es en Estados Unidos el doble que el de España, siendo su rendimiento por todos conocido. Parece, a la luz de estos hechos, que el mercado sí falla a la hora de proveer servicios sanitarios. Lo íntimo radica, nuevamente, en las cuestiones de Salud Pública que citaba en el ejemplo del tabaco y el VIH. Pero no solamente ahí.

También tiene que ver con el hecho de que, al no tratarse de un bien de consumo, las consecuencias de la falta de acceso a la sanidad, tienen multitud de costes directos e indirectos, tangibles e intangibles, sobre la sociedad y su economía. Una persona que no consulta por falta de medios ve agravada su enfermedad, y con ello su dependencia. Implica entonces a su familia, a su empresa, a su comunidad. Esto, al final del embudo, tiene repercusión sobre el propio sistema, que se vuelve cada vez más cíclicamente perverso.

6. Dejar estas competencias en manos públicas atenta contra la libertad y entorpece la cultura del esfuerzo.

El acceso simétrico y garantizado a las mismas posibilidades de atención sanitaria –sean éstas muchas o pocas en función de la situación económica del país- es un elemento imprescindible de responsabilidad social, de convivencia cívica y, a su vez, elemento clave de bienestar ciudadano. Además de las ya comentadas externalidades –la salud del sin techo te afecta a ti- algunos creemos que es signo de desarrollo la prestación de servicios mínimos con independencia de la posición económica que se tenga. Es, si se me permite, un principio básico de equidad y justicia que no cabe ya negar a estas alturas de la Historia. Desde que Von Bismarck fundó en Alemania la Seguridad Social, se han ido reduciendo las desigualdades; también en salud. No hay motivo para perder eso ahora. Tampoco la crisis. Para oponerse a la forma de pensar que tiene el autor basta con imaginar, por unos segundos, qué sistema nos gustaría tener si no estuviésemos en la parte favorecida.

Todo esto no tiene nada que ver con todo y gratis. La sanidad se financia a partir de los impuestos, en función de la aportación a la que cada uno se debe. Es un sistema de aseguramiento colectivo del que podemos estar orgullosos. Otra cosa es que haya menos recursos, como ahora. Entonces habrá que dar menos, menor calidad incluso, pero para todos. El que tiene siempre podrá irse libremente a la privada.

7. Si la titularidad sigue siendo pública, no se pone en riesgo la asistencia sanitaria.

La privatización de la gestión sanitaria conlleva un hecho definitorio: la empresa que se encargue de ello deberá una parte de sus ingresos a los beneficios que necesita obtener, siendo que esa parte del capital no irá a parar a su destino, que es la atención sanitaria.

Frente a esta forma de razonar, se ha especulado con el hecho de que, si la gestión es mucho mejor que la de la pública, dará para conseguir esos beneficios y aun así sobrará para ofrecer el mismo servicio. Pues bien, no hay nada que demuestre que la gestión privada de hospitales sea más eficiente; o mejor dicho, que no sea más barata si no es a costa de una intolerable reducción de la calidad. Recordemos en este sentido que la calidad en sanidad no puede medirse bien porque el uso adecuado de tecnología sanitaria sólo puede valorarla el profesional.

Hasta la fecha sólo hay dos buenos estudios internacionales –publicados en las revistas que los médicos respetamos- que comparen sanidad pública vs. privada. En ambos, ganaba la pública. ¿Por qué? Pues probablemente porque los gestores privados interpretan la sanidad como un conjunto de procesos desacoplados, en lugar de como lo que es, es decir, una compleja trama en la juegan un papel la atención, la investigación, la reflexión, el estudio personal, la docencia, etc.

Dicho de otra forma, una empresa privada calcula, por ejemplo, 200 cirugías de cadera, a 1000 euros la cadera, tantos minutos la cirugía, sale a tanto. Así, como si fueran bicicletas o impresoras. Pero un gestor publico sabe que la cirugía de cadera implica, por ejemplo, la complicación quirúrgica, la infección, el caso raro que hay que consultar –con el compañero o con el libro-, enseñar al residente a operar, consolar al familiar del fallecido, publicar los resultados en revistas científicas, … y un largo etcétera de intangibles que sobre el papel no se contemplan cuando se contratan gestiones privadas.

En la calma del puerto presupuestario, las cuentas salen sobre el papel. Pero una vez se zarpa, en el mar embravecido por el paciente crónico y la presión de la industria farmacéutica, las cosas cambian. Por eso Alzira naufragó.

8. El personal sanitario ha ido a la huelga por su propio interés profesional.

En este sentido es importante recordar que a los médicos nos han bajado el sueldo 4 veces en 2 años, lo que supone un 30% aproximadamente. Y no nos hemos manifestado.

Es más, aquellos compañeros que ya trabajan en hospitales gestionados por manos privadas no tienen queja alguna sobre sus condiciones. Es cierto que en general tienen peores medios para la investigación y la docencia, pero las retribuciones, son en algunos casos, incluso mayores.

9. La polémica sobre la privatización de la sanidad está basada en una moda y no en la reflexión.

Asumir que la defensa de la sanidad pública lo hacemos sin una reflexión previa y porque está bien visto, es, cuanto menos, atrevido. Muchos de los que se han manifestado han trabajado toda la vida en el sistema y lo conocen bien; en algunos casos incluso lo han fundado. Aún más, en casos concretos, algunos dedicamos parte de nuestra vida y nuestro tiempo al estudio de la Gestión Sanitaria. Es por ello recomendable evitar una forma de acercamiento a esta cuestión que presuponga que la defensa de lo público es una moda o, sencillamente, que se trata de lo políticamente correcto.

10. La defensa de la sanidad pública ha sido promovida por la izquierda.

No hay nada de cierto en que la idea provenga de la izquierda. Nos hemos convencidos por nosotros mismos, basándonos en nuestra experiencia profesional, tras años por los entresijos de los hospitales. Muchos de los médicos son de derechas, algunos muy conservadores y clásicos votantes del PP. La inmensa mayoría, sin apenas excepciones, hemos manifestado una postura apolítica y firme, a la que ninguna ideología nos ha tenido que arrastrar.

11. Los defensores de la sanidad pública son incoherentes al desaprobar que una empresa pueda tener beneficios, pero no que ellos los obtengan en forma de salario.

De nuevo, obtener beneficios es perfectamente lícito. Pero deja de serlo si esos beneficios, en manos públicas, irían a parar al servicio del paciente, sin gastos de rozamiento. Los médicos y demás profesionales obtenemos un salario, pero estamos satisfechos con la idea de obtenerlo de manos de una empresa que mira por todos los españoles, independientemente de su nivel retributivo o de su situación sociocultural.

Por su parte, la externalización -o privatización- no es mala de por si. Es incluso necesaria siempre que se haga para aportar el "know how" que el sistema público, por tradición o por recorrido, no ha podido o no ha sabido acumular. En este sentido, las experiencias con la externalización de elementos no cardinales a la atención -cocina, limpieza,...- han sido satisfactorias. De la misma forma, cabe plantear contratos con empresas que puedan gestionar mejor que lo público otros aspectos en los que nos falta desarrollo; esto es, cuidados medios y rehabilitación, e-health o salud 2.0, telemedicina, etc.

El problema surge cuando la motivación para generar este tipo de contratos no es acceder a un conocimiento nuevo, sino algunos otros mucho más perversos; fundamentalmente dos. Uno, el de satisfacer demandas de las empresas con las que los políticos al cargo tienen conflictos de intereses -en algunos casos incluso con una transición de los dirigentes entre lo público y lo privado, en la denominada "puerta giratoria"-. La otra, menos perversa desde el punto de vista ético, pero igualmente reprobable desde el punto de vista gestor, es la de prolongar un problema presupuestario reendeudándose así con empresas que vienen al rescate, pero a costa de réditos cada vez más altos.

Como se podrá imaginar, el paradigma del fracaso gestor acontece cuando se combinan ambos elementos: construyo hospitales “por encima de mis posibilidades” (sic) para no quedar atrás en la carrera de las autonomías, y después busco a un amigo que tiene una empresa para que me preste dinero a cambio de la concesión de su gestión, con golosos contratos ad hoc, las deudas de los cuales empaqueto a la siguiente legislatura, en una huída hacia adelante.

 

 


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