EDITORIAL
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30 jul. 2014 20:21H
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El Barómetro Sanitario que elabora el Ministerio de Sanidad, Servicios Sociales e Igualdad, en colaboración con el Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS), ha vuelto a calificar con un aprobado alto a la sanidad pública, en concreto, un 6,41, una nota que básicamente mantiene la tendencia de los ocho últimos años, en los que apenas ha habido 0,3 puntos de variación. Es decir, el ciudadano aprueba la sanidad pública, y lo hace ahora, después de duros años de crisis, igual que lo hacía antes, cuando los recursos disponibles no eran un problema.

Esta estabilidad en la percepción que la sociedad española tiene de la sanidad pública es un misil en la línea de flotación de los muchos agoreros que, apoyados en campañas contra un supuesto desmantelamiento y una no menos supuesta privatización del sistema, han logrado una notable repercusión, especialmente de sus ideas. Parece evidente que el ciudadano que no se manifiesta, el que no forma parte de mareas blancas ni de movimientos defensivos, tiene en general una buena impresión de la sanidad pública. Y la tiene, básicamente, porque cuando va a los centros de salud y a los hospitales, cuando se pone en manos de los profesionales sanitarios, no tiene sensación alguna de desmantelamiento ni de privatización. Y contra las impresiones personales no hay campaña que valga, por hábilmente articulada que sea.

Los resultados del Barómetro son en el fondo un espaldarazo a la labor que las administraciones sanitarias, en general y sin distinción política, están haciendo por la sanidad pública. Ahora no disponemos de la suficiente perspectiva, pero es posible que estos años de crisis -y los rescoldos que aún puedan quedar- vayan a convertirse en uno de los períodos más complicados e imprevisibles por los que el Sistema Nacional de Salud (SNS) ha pasado y pueda pasar, por lo menos en el medio plazo. Pues bien, los políticos y gestores que están teniendo responsabilidad y decisión en este trance formarán parte, seguramente muy a su pesar, de una generación caracterizada por la dificultad extrema del momento y la necesidad perentoria de adoptar medidas imaginativas, novedosas y, sobre todo, económicamente posibles. A la luz de esta objetiva dificultad, el aprobado alto obtenido por la sanidad pública puede que sepa a todo un sobresaliente a nuestros esforzados gestores.

Otras conclusiones del Barómetro merecen también consideración. Es el caso de la atención clínica recibida en los hospitales, mejor valorada que la primaria, las consultas o las urgencias, lo que revela la tradicional confianza que los españoles vienen depositando en la especializada, que se remonta seguramente a la propia génesis del SNS y su disposición claramente hospitalocentrista, que ahora, sin embargo, está cada vez más cuestionada. Llama también la atención la alta nota recibida por el equipamiento y la tecnología de los centros, que vuelve a contradecir la sospecha de desmantelamiento y que todavía no recoge la evidencia de que, debido a la crisis, las administraciones llevan unos años gastando menos en esta partida.

En primaria, una de las características que mejor puntúa la población es la cercanía de los centros, lo que abonaría el propósito de casi todas las administraciones de hacer aún más visible, y sobre todo, resolutivo, al primer nivel asistencial, una de las grandes cuentas pendientes del sistema.  

En definitiva, la sanidad pública sigue siendo uno de los servicios públicos más reconocibles por el ciudadano gracias a que las administraciones que han venido gestionándolo no han dejado de creer en su importancia.

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