El marketing tradicional se basa en conocer al público al que se quiere llegar: no se vende igual un producto a gente joven que a usuarios maduros, a consumidores con poder adquisitivo que a quienes no llegan a fin de mes, etc. La lógica es aplastante: una mujer madura que vive en un pueblo y que solo va a la peluquería en grandes eventos familiares no es, a priori, compradora potencial de una crema con ácido hialurónico o microcápsulas de algas marinas. O una persona joven urbana recién licenciada no parece el objetivo prioritario del programa de ocio cultural con que una agencia de viajes trata de colocar sus destinos de turismo interior.

Aunque a tenor de las posibilidades que nos abre esta vida cada vez más conectada, ¿por qué no pueden esos perfiles aparentemente claros desdibujarse y optar a productos hasta ahora fuera de su alcance, al menos en teoría?

Con Internet se potencia el denominado “perfil actitudinal”: el acceso a la información se democratiza, la globalización nos iguala en expectativas y aspiraciones. La compra online abarata muchos productos y se modifican hasta los hábitos de consumo de información de actualidad: si antaño uno ni tocaba el periódico que no era de su gusto hoy fácilmente comparte por redes sociales un titular de ese mismo medio. 

Ahora que se tiende a igualar lo puramente externo gana enteros el matiz. Lo que cuenta es la actitud, la forma en que el consumidor hace uso de los medios digitales de que dispone. ¿Cuáles son sus gustos, manifestados a través de su acción en redes sociales? ¿Cómo se expresa respecto a las injusticias, cómo responde a la actualidad más indignante, cómo reacciona ante lo emotivo? El reto para el marketing no es menor. En este contexto el ‘postureo’ existe, sin duda, y afecta tanto a la imagen que uno quiere proyectar de sí mismo como a la forma en que se relaciona con otros. Pero es efímero: no se puede engañar a todo el mundo todo el tiempo.

Basta con hacer un seguimiento de cualquier usuario conocido en su discurrir por la red: el que es simpático lo refleja, el poco dado a las manifestaciones públicas se mueve con idéntica discreción, el que es reivindicativo en su día a día lo hace ver también en sus tuits y el repelente que de todo sabe no deja pasar la oportunidad de demostrarlo online.

Un ejemplo supremo de que, en el fondo, somos lo que compartimos en red lo ha protagonizado May Ashwort, una abuela británica de 86 años. Su nieto Ben tuiteó una foto que mostraba una búsqueda que la anciana realizó en Google: "Por favor, traduce estos números romanos MCMXCVIII, gracias".

El mensaje se hizo viral y Google reaccionó: "Querida abuela de Ben. Esperamos que se encuentre bien. En un mundo de millones de búsquedas, la suya nos ha hecho sonreír. Oh, y es 1998. Muchas gracias a usted". Ni autopistas de la información, ni big data, ni cookies, ni códigos son excusa para perder las buenas formas.

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