Escribir sobre impuestos no es tarea fácil. Por definición, los impuestos ni son buenos ni son malos, son necesarios. Pero, ¿qué impuestos? ¿Para qué? ¿Hasta dónde se puede gravar? Muchas preguntas y respuestas complicadas y diferentes dependiendo de quién las conteste. Lo que para unos es justo, para otros no lo es. Lo que para unos es una necesidad, para otros no lo es. Depende de ideología, depende de cómo afectan y, sobre todo, depende del para qué.

Decía Thomas Jefferson, “creo que es un gran error considerar cobrar altos impuestos a los vinos como un impuesto al lujo, si lo hiciéramos estaríamos cobrándole impuestos a la salud de nuestros ciudadanos”. Impuestos al consumo de algo aparentemente saludable. Para pensar.

Vivimos en una sociedad basada en el bienestar común, la solidaridad, la redistribución de bienes y riquezas, la idea de que todos los ciudadanos, con independencia de sus ingresos, tengan garantizados unos servicios mínimos. Todo ello es la característica de nuestra sociedad occidental y nuestra concepción de lo que significa una sociedad moderna y civilizada. Creo que pocos los discuten, al menos los grandes ideólogos de la política. Quitando a los extremos ideológicos, a un lado y al contrario, en general esto se comparte.

La sociedad llamada el estado del Bienestar, se financia con impuestos. Unos impuestos a los que todos colaboramos en mayor o menos medida y que a casi nadie hacen gracia cuando les toca ser “generosos” en el pago de los mismos. Pero se asume, y salvo grandes defraudadores, que los hay, en general pagamos lo que nos corresponde y recibimos los servicios que financiamos todos.

La capacidad de inventar motivos para poner impuestos es increíble. Los Ministros de Hacienda no solo controlan el sistema de recaudación, sino que tienen sus ojos puestos en el vecino, ven que hacen otros y lo copian, y algunos además son especialistas en inventar nuevos impuestos.

Todo lo que se recauda va al mismo saco. Todo es para un fondo común. Todo es para todo. Da igual el impuesto al pan, que el impuesto a la joya, da igual si lo que se grava es por un consumo saludable o por lo contrario. La frase de Thomas Jefferson es genial. Si consumir vino de forma moderada es bueno, y genera por ello salud, más calidad de vida, menos gasto sanitario, etc., no parece lógico gravarlo como un lujo. Bueno, esto en España no es así, pero el ejemplo vale. El céntimo sanitario en la gasolina fue in invento genial. Gravo la gasolina y se lo doy a sanidad. Nunca supimos de ello. Cuánto se recaudó, dónde fue a parar, etc. no sé si tan siquiera lo sabe Hacienda.

Ahora viene un nuevo impuesto a las bebidas azucaradas. Teoría: su consumo no es saludable y por tanto genera problemas de salud, lo que conlleva gasto sanitario que pagamos todos, los que lo consumen y los que no. Es como el impuesto al alcohol o tabaco. Me pregunto, ¿no sería razonable y exigible que estos impuestos fueran para sanidad? Si la excusa es la que dan, que al menos estos impuestos fueran finalistas y se dedicaran de forma íntegra a financiar la sanidad. Otra cosa sería un engaño.

Aprovechando que hablamos de impuestos, no solo los del azúcar, creo que debemos conseguir que sanidad tenga un porcentaje mayor del PIB dedicado de forma clara a sanidad, con impuestos finalistas, que las diferentes comunidades autónomas no los puedan manejar con su arte de trilero, y terminen pagando lo que sus proyectos megalómanos fracasados ocasionan: autopistas sin coches, aeropuertos sin aviones, etc. Al menos en sanidad sabemos qué hacer con el dinero, hay muchas necesidades y unos resultados que nos avalan.

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