EDITORIAL
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13 oct. 2015 11:47H
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Asistimos a las últimas semanas de gestión de los actuales responsables del Ministerio de Sanidad, Servicios Sociales e Igualdad, donde el creciente clamor de las trompetas electorales irá ocultando el cotidiano rumor del trabajo diario. Pocas decisiones de calado se esperan ya de un Ejecutivo que está en la rampa de salida a quién sabe dónde, y de unos altos cargos que, a primera vista, no parece que vayan a repetir en sus intensos y, a veces, desagradecidos desempeños.

Es el caso de Agustín Rivero, director general de Cartera Básica de Servicios del Sistema Nacional de Salud y de Farmacia, que ha atravesado una de las legislaturas más complicadas y seguramente novedosas en cuanto a la ejecución de la política farmacéutica. En apenas cuatro años, conceptos casi desconocidos como techo de gasto, riesgo compartido o informe de posicionamiento terapéutico (IPT) se han hecho obligadamente familiares por causa de una crisis todopoderosa que ha obligado a un riguroso ajuste, también en sanidad. Pero, por encima de la necesaria imaginación para hacer sostenible el sistema, a Rivero, y a otros muchos altos cargos como él, le preocupa hacerlo posible, mediante una adecuación correcta de las competencias de las que dispone cada Administración.

La política farmacéutica es el mejor ejemplo de que algo no se terminó de hacer bien cuando se completó el proceso de transferencias sanitarias, allá por 2002. Y Rivero, como ha vuelto a demostrar antes los neumólogos reunidos por Sanitaria 2000 en La Rioja, no tiene ningún reparo en mostrar sus serias dudas sobre si el reparto de las competencias es el adecuado o más bien es un puro y caótico laberinto. Ante los embates de los clínicos, que exigen mayor agilidad en la Administración para mejorar el acceso a los medicamentos innovadores, los esforzados servidores de lo público solamente constatan que no son tan poderosos como puede parecer desde fuera.

Y no es solo la presión de los médicos y de la industria lo que no les deja hacer en condiciones su trabajo; tampoco el marcaje de Hacienda, de Economía y hasta de la oficina económica del presidente del Gobierno; no, en fin, el envejecimiento de la población ni la mayor expectativa de vida ni los años añadidos a millones de existencias. Puede que el gran problema con el que se ha encontrado Rivero en esta legislatura es el de no haber dispuesto de un escenario competencial claro, que le hubiera permitido decidir más y mejor, como todo director de Farmacia que se precie en cualquier otro país europeo.

En cambio, se ha tenido que encoger de hombros más veces de las debidas, con las subastas andaluzas o con la desigualdad en el acceso a tratamientos. Sin poder hacer nada, si acaso recurrir a la ley para que le den la razón (o no) al cabo de algunos años, y sabiendo con certeza que esa misma ley es la que le impide ir más allá en algunas cuestiones flagrantes. “No me estoy lavando las manos”, se defiende. “Lo que no puedo es saltarme la ley”.

Escuchando a Rivero, en lo que bien podría ser considerado su testamento farmacéutico, el próximo Gobierno central debería tomar nota de un cometido que, aunque no descansa únicamente en su responsabilidad, sí que debe ser abordado cuanto antes: la clarificación de las competencias en materia del medicamento, entre la Administración nacional y las autonómicas, con la obligatoria incorporación, incluso a nivel de articulado, de algún párrafo que aborde y plasme la necesidad de lealtad y colaboración institucional entre todas.

De lo contrario, la farmacia será el mejor aliado de esos 17 servicios independientes de salud, que nadie defiende en público, pero que van formándose poco a poco, imperceptiblemente, a ritmo de impulsos y enmiendas políticas, y que con ello van desfigurando la fisonomía de nuestro Sistema Nacional de Salud, cada vez menos sistema y menos nacional.

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