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15 jul. 2014 23:54H
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Cuesta encontrar un oficio, una profesión o un sector a los que no haya afectado, de una u otra forma, la irrupción de lo digital. Habrá casos en los que la actividad no se haya visto directamente afectada, pero seguro que sí sus canales de venta, su manera de comunicar o los entresijos de su gestión. Especialmente palpable resulta en determinados bienes de consumo (productos culturales, viajes, seguros…) cuyos promotores han tenido que aceptar nuevas formas de distribución no controladas por ellos. Adaptase o morir, aliarse con el enemigo o perecer, subirse a la ola o ahogarse en el tsunami.
 
Pero, ¿qué ocurre cuando hablamos de servicios en cuya concreción colaboran agentes autónomos (públicos o privados) e institucionales? Que el asunto se complica, y mucho. El ámbito sanitario es el campo perfecto para observar lo difícil que resulta incorporar tales novedades a una forma de entender la organización global del sistema y el papel que cada uno desempeña en él.
 
La resistencia al cambio, en cualquier caso, resulta inevitable. Nada más humano que cuestionar usos nuevos que quieren poner en solfa lo que la experiencia propia muestra como válido. Como el presidente de la Warner Brothers que, en 1929, se preguntaba: “¿Quién diablos quiere escuchar a los actores hablar?”. Enfrentar esos paradigmas y provocar cambios en las rutinas no es misión imposible si lo nuevo demuestra que puede aportar algo.
 
El encontronazo de la realidad imperante con la que asoma está servido: la falta de encaje entre lo que viene establecido por instancias superiores y lo que se percibe a pie de obra se está viviendo de forma aún más urgente en sectores alejados del sanitario. Uno de los ejemplos más conocidos de esto está aún bullendo: ¿cómo va a asumir el sector del taxi la irrupción de sistemas que permiten ofrecer el mismo servicio a un coste ínfimo?
 
En este caso las administraciones presumen de contar con un “servicio público” poco gravoso para ellas, a diferencia de otros sistemas de transporte; los taxistas quieren hacer valer su derecho, adquirido a cambio de cantidades desorbitadas; y en medio está el usuario, al que le da lo mismo la situación de uno y otro y no acepta ser rehén de ambos.
 
Con la administración hemos topado, amigo Sancho. El gran ente político administrativo llamado a asentar las reglas del juego en busca del bien común aparece siempre en estas disquisiciones, ya sea por su condición de actor implicado, de parte interesada o, más a menudo, de árbitro. Lamentablemente no siempre demuestra estar capacitado para ello porque se ve obligado a facilitar un proceso, el de la adaptación a lo digital, que no se ha aplicado a sí mismo en toda su extensión. Son muchas las iniciativas de calado, en múltiples niveles, para superar estos retrasos, pero la política del corto plazo de quien se siente urgido por los ciclos electorales no es precisamente un estímulo.
 
Por esta razón, no son raras las colisiones de derechos de actores advenedizos con los ya establecidos a los que las autoridades han dado soluciones definitivas que, como los amores eternos que cantaba Sabina, duran “lo que dura un corto invierno”. Véase el ejemplo de la prensa tradicional, a la que el Gobierno ha mimado especialmente con la llamada tasa Google. Responsabiliza así al buscador de la crisis de un sector cuyas hechuras crujen por todos sus costados y que todavía no ha sabido encontrar su sitio en el negocio digital.

Lo explica perfectamente Enrique Dans en una entrada de su blog dedicada a la legislación a la carta: "Cuando el desarrollo o la adopción de una tecnología posibilita que una industria vea su modelo de negocio comprometido, solo la adaptación profunda de esa misma industria y la revisión crítica de su propuesta de valor puede evitarlo. Las leyes a la carta nunca lo consiguen: son como un subsidio que únicamente aplica una tirita a una herida profunda".
 
El caso más reciente de atragantamiento de la innovación que proviene del mundo digital se ha dado en una administración autonómica. A cuenta de un escándalo relacionado con ayudas públicas a la formación, el ejecutivo ha establecido cómo se va a evitar que esto se repita en el futuro. ¿Creando nuevos controles? ¿Optimizando los criterios de selección? ¿Estableciendo una cadena de responsabilidades en la administración, en caso de incumplimiento por parte de los concesionarios?
 
No. Mucho más simple: en la convocatoria de ayudas de este año no hay sitio para la formación online. Asunto cerrado.
 
Los políticos y las entidades que actúan así son como el árbitro que saca su espray y, sin necesidad de hablar pero con una firme autoridad teatral, marca el límite a los jugadores. Hasta aquí puedes llegar, ni un centímetro más. El problema es que olvidan que la característica definitoria de la espuma con que establecen esa frontera es, precisamente, la evanescencia.

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