EDITORIAL
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8 jun. 2015 10:24H
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La difteria lleva erradicada en España casi tres décadas gracias a la vacunación sistemática de todos los niños españoles. Un sistema de inmunizaciones que, hasta la llegada de la crisis, había sido permeable a nuevas incorporaciones, se había adaptado a la epidemiología imperante y había conseguido mantener a raya enfermedades tan graves como la citada difteria, el sarampión o la rubeola, por poner algunos ejemplos.

Vacunar a un niño es una de las medidas más efectivas para reducir la mortalidad infantil. La vacunación sistemática evita entre dos y tres millones de muertes cada año por difteria, tétanos, tos ferina y sarampión, según datos de Unicef. Sin embargo, aquello que creíamos que solo afectaba ‘a los de fuera’, el aparentemente inofensivo (por sus escasos apoyos) movimiento antivacunas, se ha significado dentro de nuestras fronteras. Un niño lucha en estos momentos por mantenerse con vida porque sus padres decidieron no vacunarle contra esta peligrosa enfermedad. Queda demostrado pues que la ignorancia de un grupo aislado es capaz de acometer un daño desproporcionado al conjunto de la sociedad.

Estamos asistiendo a fisuras en nuestra salud pública que revelan que cualquier paréntesis en el apoyo continuado a las vacunas puede salir caro. Los costes se pueden cuantificar en el caso de Olot: 150 personas bajo estricto seguimiento médico y con dosis de recuerdo de la vacuna;un suero pedido explícitamente a Rusia para tratar de salvar la vida del pequeño, y un ingreso de alto riesgo con sus consecuentes medidas de seguridad para evitar nuevos contagios dentro del propio centro. Y ahora surge la pregunta ¿quién debe hacerse cargo de estos costes? ¿El Estado, o los padres que se negaron a vacunar a su hijo en contra de décadas de evidencia científica?

La irresponsabilidad tiene un precio, y en el caso de las vacunas es especialmente elevado. Pero estamos en una sociedad democrática, y el debate entre una obligación en beneficio de todos o la libertad de objeción de conciencia de unos pocos tiene argumentos condenados al desencuentro crónico. Lo que sí debe quedar claro, tanto a los ciudadanos como a las administraciones, es que el campo de las vacunas debe estar aislado de cualquier recorte camuflado bajo el manto de un supuesto ahorro. El único ahorro en esta materia es el que genera la prevención de enfermedades gracias a la vacunación.

No hay beneficio que valga si se saca una vacuna del calendario nacional, ni si se prohíbe su venta libre en farmacias contradiciendo el consejo médico, ni mucho menos si un ciudadano decide no dársela a sus hijos cuando su financiación pública es total. “Es irresponsable y peligroso ir en contra de las vacunas”. Son palabras del ministro de Sanidad, Servicios Sociales e Igualdad esta misma semana tras conocerse el contagio del niño de Olot.

Sabias declaraciones basadas en lo que casi todo el mundo sabe: que la vacunación ha demostrado durante años su eficacia en el control y supresión de enfermedades infecciosas a un coste más que asumible a corto, medio y largo plazo. Donde hay personas sin vacunar, sus vidas y las de sus familiares y amigos no están a salvo. La vacunación no es ni más ni menos que una responsabilidad compartida; por el Gobierno en primer lugar, y por el ciudadano en segundo. La vacunación no debe ser una cuestión personal, debe ser una responsabilidad colectiva.

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