¿A quién se le ocurriría vender en una comisaría de policía mercancía robada? ¿O, en ese mismo entorno, urdir un fraude en una operación entre particulares? Recientemente la revista Slate explicaba que en EEUU cada vez más departamentos de policía ofrecen sus instalaciones como lugar seguro para que ciudadanos de a pie puedan encontrarse con los desconocidos con los que han contactado a través de Internet y, en ese escenario, concretar las operaciones de compraventa o intercambio acordadas vía online. La policía consigue, de esta forma, minimizar las posibilidades de conflicto o enfrentamiento entre las partes al intervenir en el punto de la operación en el que surgen las mayores disputas. En definitiva, el país de las libertades y de la iniciativa individual recurre a lo público para ejercer de árbitro en una situación complicada.

Hace unos días, en el marco de un evento organizado por la editora de este periódico, Sanitaria 2000, varios especialistas debatían sobre los problemas que plantea en el sector sanitario la adecuación a un nuevo entorno comunicativo determinado por la expansión de las redes sociales y la consideración de Internet como una segunda (primera, muchas veces) opinión médica. Ello obliga a un ejercicio de actualización al que no todos los profesionales sanitarios están dispuestos, pero que se pinta como necesario para no perder la confianza de unos pacientes que preguntan antes al navegador que a su propio facultativo.

El problema se plantea a la hora de determinar qué contenidos ofrecen la calidad y solvencia suficientes como para garantizar al sanitario que sus indicaciones no se van a desvirtuar tras una mera consulta a Google, y a ese ciudadano que su búsqueda va en la buena dirección. Y, sobre todo, que su condición no pasará de paciente proactivo a preocupado y, de ahí, a a horrorizado por haberse dado de bruces con unos contenidos desfasados, inadecuados para su grado de conocimiento o, sencillamente, erróneos.

La mención al NHS británico fue obligada. Con esta institución ocurre como con otro referente británico, la BBC: siempre se pone como ejemplo de lo que lo público puede aportar y de que la dependencia funcional de las autoridades no está reñida con la autonomía y la independencia a la hora de ejecutar su labor. Pero, como ocurre con el modélico ente audiovisual, cualquier sugerencia de trasladar semejante esquema a nuestro entorno encuentra dudas y resistencias ya desde el punto de partida. 

Uno de los ponentes llegó a formular la idea de ir pensando en un repositorio de contenidos sanitarios que contara con el aval de Sanidad, pero pronto aparecieron en Twitter manifestaciones de escepticismo: ¿un ente público y politizado como el Ministerio es capaz de generar nada libre de partidismo o de evitar presiones por parte de agentes con intereses en el sector?

Mientras decidimos si somos o no capaces, mientras las instituciones se lo siguen pensando y mientras los profesionales dispuestos a comunicar de esta forma se enfrentan a un disperso abanico de herramientas y propuestas planteadas por laboratorios, administraciones, sociedades, etc., el que parece que sí lo tiene claro es el propio Google. En un movimiento disruptivo propio de este entorno, acaba de anunciar que sus contenidos sobre salud serán revisados para ser referente online en salud no sólo porque los internautas lo usen como herramienta principal sino, principalmente, por la calidad de lo que ofrezcan. Quizá hasta podría ser un buen punto de partida.

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